De niño recuerdo que el mes que esperaba con más ansias era diciembre. No solo porqué es el mes por excelencia de la época navideña, sino también por todo lo que prometía que podía hacer durante este tiempo. No solo descansar de tener que madrugar para ir a estudiar sino también porque podía quemar juegos pirotécnicos, escribir mi carta a Santa Claus (si, si creía en él, vaya), y esperar la Nochebuena y navidad por la expectativa de mis regalos, sino también porque podía viajar a donde mi abuelita, Julia Vásquez en Quesada, Jutiapa.
Era un mes muy descansado pero en realidad muy ocupado. Pero lo que más me gustaba de este mes, era también la Quema del Diablo. No sé si haya sido el piromaniaco que tenía en mí o si solo haya sido la atracción hacia el fuego que todos tenemos, pero lo cierto es que me gustaba mucho quemar juegos pirotécnicos, y el 7 de diciembre, día en que se Quema al Diablo, era también una de mis fechas favoritas de este mes.
Mi padre, Manuel de Jesús Duarte, siempre nos compraba de toda la pirotecnia que había, no solo canchinflines, (petardos que eran propulsados por un estallido de pólvora, que al no tener sistema de dirección podían volar a cualquier lado), prohibidos hoy en día por el peligro que representan, sino también volcancitos, estrellitas, tronadores, toritos, tanquecitos y metralladoras, ante la renuencia de mi mamá, Annabella García, a quién no le gustaba que con mi hermano, David Alberto, jugáramos con fuego.
Con los famosos canchinflines, en varias ocasiones con mis vecinos y amigos de toda la vida y la niñez, organizamos de las famosas guerritas, en donde dos bandos de igual número de integrantes se colocaban en los extremos de la calle, y prendíamos y lanzábamos los canchinflines tratando de pegarle al equipo contrario o enemigo. La mayoría de veces estas guerritas se saldaban con la ropa, el pelo o las cejas quemadas de todos nosotros, para carcajadas de algunos padres mientras que para otros era motivo de enojo. Y la Quema del Diablo, que siempre me pareció una tradición interesante y llena de mística, a pesar de que en algún momento me cuestione sobre cómo se puede quemar un diablo que vive en el infierno.
Según algunos historiadores, la quema del Diablo se originó en el siglo XVI como preámbulo de las festividades de la Natividad. Dado que, en la época colonial no existía alumbrado eléctrico, muchos guatemaltecos asistían a la procesión de la Virgen Inmaculada Concepcióny para alumbrar su camino hacían estas fogatas que iluminaban el paso de la procesión. Por lo cual se llevó a cabo en vísperas del día de la Virgen de la Inmaculada Concepción, el cual es celebrado el 7 de diciembre, dando inicio con esta tradición a las festividades de la Navidad.
Esta tradición se ha convertido en una de las más criticadas por la sociedad guatemalteca por la cantidad de contaminación que produce. Lejos quedaron los días en los que se quemaba paja y otros materiales orgánicos. Hoy hay llamados para no quemar hule, plásticos y otros combustibles que ocasionan mayores grados de polución. Otros, más radicales, han demandado el fin de la tradición o, por lo menos, reducir la cantidad de materiales incinerados.
Pero lo cierto es que La Quema del Diablo es una tradición muy guatemalteca, y debemos de encontrar la manera de mantener viva la misma pero también con una consciencia social y medio ambiental, que nos permita realizarla sin contaminar nuestro medio ambiente.