Sergio Fuentes Antón, Universidad de Salamanca
Los primeros años del siglo XXI están resultando bastante problemáticos. Solo en la última década, hemos sufrido desastres de toda índole: ambiental –tormentas como Filomena o las erupciones de Cumbre Vieja (La Palma) o el Kilauea (Hawái)–, sanitaria –la reciente pandemia por coronavirus– e incluso política, como el actual ataque a Ucrania.
Ante todas estas desgracias que han tenido y aún tienen un impacto severo sobre la población mundial, es inevitable que venga a nuestra mente aquella famosa referencia al Apocalipsis que hiciera Fernando Arrabal con su frase “¡el milenarismo va a llegar!”.
En cualquier momento, un fenómeno natural o político puede desestabilizar la economía de un país, quitarle gran parte de su valor ecológico e incluso, hacerlo desaparecer, como está sucediendo con la isla de Tuvalu, en el Pacífico, que será tragada por el mar en los próximos años.
Pero no debemos considerar todo esto como un discurso catastrofista. Aunque en ciertas ocasiones no podamos recuperar lo perdido, existen medidas y soluciones que podemos llevar a cabo para minimizar el impacto de todos estos fenómenos sobre la Tierra.
Y una de estas medidas se encuentra en el archipiélago noruego de Svalvard.
Situado estratégicamente en la isla de Spitsbergen, se alza el Banco Mundial de Semillas o la cámara del fin del mundo, como también se lo conoce.
El imponente edificio que comenzó a construirse en el año 2006 alberga en su interior más de un millón de muestras de semillas, mayoritariamente agrícolas, procedentes de todas las partes del globo.
Hemos de tener en cuenta que una muestra contiene 500 semillas perfectamente conservadas para su utilización futura. Por lo tanto, el banco actualmente contiene más de 500 millones de semillas que ayudarían a alimentar a la población terrestre.
Lo verdaderamente importante del edificio (al margen de ser un reservorio de la biodiversidad vegetal) está en sus características. La cámara se construyó para aguantar terremotos de hasta 10 grados de intensidad, resiste erupciones volcánicas e incluso la radiación solar.
Además, el permafrost del suelo (capa congelada de manera permanente) actuaría como refrigerante natural en caso de un fallo eléctrico o perdida del suministro de energía.
El interior del almacén tiene, de manera natural, temperaturas que rondan entre -3 y -6 ℃ y, de manera artificial, hay sistemas de refrigeración que conservarían las semillas durante cientos de años.
Cobra sentido ahora el sobrenombre de Arca de Noé vegetal. Gracias a todo el material que se está depositando en ella, podrían replantarse esas especies vegetales si ocurriera cualquier desastre que las eliminara.
España recientemente informó de que enviaría más de 1 000 semillas al almacén de Svalvard, diversas especies de cereales, leguminosas y hortalizas que, de ser necesarias, podrán contribuir a salvaguardar la alimentación mundial.
Solo en una ocasión se requirió sacar semillas de la instalación. En 2015, durante la guerra de Siria, el Centro Internacional de Investigaciones Agrarias de Zonas Áridas (ICARDA) de Alepo resultó destruido y su contenido, cerca de 150 000 variedades de especies adaptadas a zonas áridas, quedó totalmente perdido.
Gracias a que previamente el gobierno de Siria había enviado duplicados del 80 % de sus muestras, pudieron recuperar parte de esa biodiversidad perdida.
Aunque el caso de Siria fue resultado de una guerra que se lleva librando desde hace muchos años, recientemente el mundo ha sido testigo de otras grandes pérdidas de la historia antigua.
El incendio de la Catedral de Nôtre Dame fue un claro ejemplo de pérdida de patrimonio. A pesar de que los tesoros que contenía la catedral se salvaron, muchos aspectos de la estructura y decoración del edificio fueron destruidos.
Aunque sean restaurados, ese 15 de abril de 2019 París perdió una gran parte del arte gótico de los siglos XII y XIII.
Peor suerte tuvo el Museo Nacional de Brasil cuando en el año 2018 un brutal incendio arrasó el edificio y todo lo que contenía. Como resultado, más de 20 millones de objetos se perdieron para siempre. Doscientos años de historia que desaparecieron de la noche a la mañana.
Tal y como comentó Katia Bogéa, presidenta del Instituto del Patrimonio Histórico y Artístico Nacional, “Es una tragedia nacional y global. Todo el mundo está viendo una pérdida no solo para el pueblo brasileño, sino para toda la humanidad”.
Casi la totalidad del material del Museo de Brasil no puede recuperarse ahora, especialmente en aquellos casos en los que las piezas eran únicas.
El primer fósil humano encontrado en Brasil o su colección paleontológica, junto a gran cantidad de información botánica y zoológica reunida a lo largo de más de dos siglos, son solo algunas de las importantes pérdidas.
Es en estos casos cuando se debe recalcar la importante labor que realizan los museos repartidos a lo largo del mundo y la necesidad de colaboración entre dichas entidades.
Entre sus múltiples funciones, los museos son los encargados de conservar desde el acervo de un país hasta muestras únicas en la historia de la Tierra.
Por ello, crear nuevas estructuras donde se pueda almacenar información biológica o histórica y, por supuesto, mantener en buenas condiciones las ya existentes son sin duda medidas que ayudarían en gran medida a reponer parte de las pérdidas producidas en estos casos.
Al igual que sucedió con la Cámara de Svalvard y el caso de Siria, la conservación de la biodiversidad es algo que debe realizarse entre todos. Ese futuro apocalíptico que cada vez cobra mayor realidad puede ser más fácil de cambiar y, en el peor de los casos, más fácil de remediar.
Sergio Fuentes Antón, Profesor de Didáctica de las Ciencias Experimentales, Universidad de Salamanca
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.