Por Gonzalo Delacámara Andrés, IE University
Daniel Kahneman, psicólogo israelí-estadounidense reconocido con el Nobel de Economía en 2002, concedió una entrevista hace más de una década en la que afirmaba: “Asociamos liderazgo con decisión. Esa concepción del liderazgo empuja a la gente a tomar decisiones con demasiada rapidez, para no ser vista como vacilante e indecisa”.
No es sólo, sin embargo, que buena parte de nuestras decisiones sean apresuradas, escasamente reflexivas. En no pocas ocasiones, decidimos a partir de datos y conocimiento insuficientes. La escritora española Menchu Gutiérrez escribía en su novela Disección de una tormenta (2005): “De todo lo que nos importa y no comprendemos terminamos por dibujar un mapa, alterando al hacerlo el verdadero tamaño de nuestra ignorancia”.
Cualquier decisión, por otro lado, está basada en la percepción íntima que tenemos sobre el valor de las cosas, las experiencias, las expectativas. Si algo se elige, se minimiza o se obvia completamente es a menudo el resultado del valor que le asignamos. Algo así ocurre también con el valor del agua.
A diferencia de lo que suele creerse, casi todo sobre el agua sigue siendo desconocido para la mayoría de las personas:
Los usuarios urbanos tendemos a ignorar cuánta agua consumimos o el importe de nuestra factura de agua.
Desconocemos igualmente la mayoría de las actividades aguas arriba antes de que el agua llegue al grifo (en particular, la extracción y distribución de agua en la cuenca).
Obviamos lo que sucede una vez que las aguas residuales se desaguan por el retrete (o las consecuencias del incumplimiento de normas que regulan su tratamiento) y si las infraestructuras de agua se mantienen y se reemplazan adecuadamente.
Otros usuarios de agua (agricultores, empresas manufactureras o mineras, operadores de energía hidroeléctrica, criadores de ganado, etc.) pueden ser más conscientes del impacto real que tiene el agua como insumo crítico para sus procesos de producción, pero es muy probable que, incluso en ese caso, ignoren los resultados sobre los ecosistemas acuáticos de sus patrones de producción y consumo.
Existe una concepción errónea sobre el valor del agua en general y las inversiones relacionadas con el agua en particular. Cada decisión individual o colectiva que tomamos sobre el agua está implícitamente basada en valores, tanto en relación con su uso (consuntivo o no) como con su no uso.
Los recursos hídricos y los servicios que de ellos se derivan con un importante esfuerzo social son críticos para el desarrollo social y económico incluso en regiones donde son un activo relativamente abundante.
La gestión del agua está relacionada con la cohesión social y territorial, el desarrollo espacial, la localización geográfica de las actividades económicas, el desempeño macroeconómico (incluyendo la productividad y la competitividad de nuestras economías), la equidad social, la sostenibilidad de los patrones de desarrollo, la simbiosis industrial como parte de los enfoques de economía circular, la seguridad alimentaria, los desplazamientos forzosos de poblaciones (ya sea como migrantes o refugiados), la generación de energía y otras actividades de conversión de energía (como la producción de hidrógeno verde), la salud pública, la conservación de la biodiversidad y los servicios ecosistémicos, la mitigación y la adaptación al cambio climático.
En el contexto de las economías menos desarrolladas, el agua está también vinculada a mayores oportunidades para una vida significativa, la igualdad de género, la reducción de la pobreza absoluta y relativa, las migraciones entre el campo y la ciudad, los conflictos geopolíticos, las posibilidades de éxito de las economías orientadas a la exportación, etc.