“El papel de cuidar a la naturaleza es de todos, pero (como mujer) en tu imaginario tenés esa visión de proteger la vida”, reflexiona María Fernanda Bracamonte, una bióloga guatemalteca con una inventiva sorprendente, y que logró, con el apoyo de las alumnas del colegio Monte María en donde trabaja, crear la primera reserva natural privada ligada a un centro educativo en toda Latinoamérica.
Cuando inició su andadura en este colegio de raíces católicas, lo hizo como encargada del laboratorio de ciencia, título que, con los años, dejó de definir su trabajo dentro de la institución. “(Las maestras) me decían, ‘Mafer, tus evaluaciones no tienen sentido, porque las niñas no saben ni qué poner’. Y eso porque, lejos de dedicarse a pequeñas labores pedagógicas, ella fue “inventando” espacios en donde las niñas podían canalizar sus emociones, mediante una íntima relación con la vida natural.
Porque más que limitarse a enseñar a las niñas la metamorfosis de las mariposas, la función de los árboles y los diferentes reinos de la naturaleza, su personalidad la llevó a crear espacios que fomentan la relación con otros seres vivos, desde una visión más emocional. “El cuidado que damos (a las plantas y animales) se hace a partir del amor por la vida”, cuenta con una sonrisa de satisfacción.
Como en muchas historias, la de Mafer es una en la que el destino pareció haber jugado un papel importante. Después de terminar sus estudios de biología, ella pensó que su vida estaría ligada a la salud y el bienestar, “tanto, que me metí a un diplomado de VIH”, recuerda. Después de eso, se volvió enfermera y luego trabajó en el Centro de Estudios Conservacionistas (CECON) de la Universidad de San Carlos de Guatemala (USAC), en donde formó parte la construcción de un tortugario, capacitaciones para guardarrecursos y programas de educación ambiental en el Pacífico guatemalteco.
Pero, por muy aleccionadoras que fueron estas experiencias, sentía que no era el lugar en donde pertenecía. Decidida a abandonar su trabajo con el CECON, una propuesta inusual llegó a sus manos, “una convocatoria para la creación de un laboratorio de ciencia en un colegio católico, y aunque yo nunca había trabajado con niños, y no soy maestra, mi papá me decía ‘probá, igual ya te querés ir de ahí en donde estás’. Me decidí a aplicar y, finalmente, me salió el trabajo”, recuerda.
“Lo primero que pensé al llegar ahí (al colegio) fue ¿qué aves vivirán aquí?”, dice. Los primeros años, su trabajo fue el de idear todas las actividades relacionadas con ciencia para las estudiantes. “Aprendí a hablar en idioma niña, desde las más pequeñas hasta las adolescentes. Quería dejarles claro que la ciencia no es para los raros, sino que es algo lindo, que es parte de nuestras vidas”.
Luego de poner en papel todo lo que quería hacer, comenzó la experimentación. Del cuidado de mariposas, se creó el mariposario. De la siembra de papas y ajos, se construyó el huerto. “Yo pedí cuatro tablas y ahí estaba yo, armando mi cuadradito para sembrar. Cuando funcionaba, llamaba a las de administración o a la directora y les decía ¡mire qué bonito! ¡Y las niñas son tan felices!’, entonces ya me ofrecían construir más espacios”, cuenta mientras lanza varias carcajadas al aire.
En todo esto, la complicidad de las niñas fue clave, porque comenzaron a ver en ella, a una defensora de la vida animal. Poco a poco, fueron llevando animales heridos o desamparados, para que pudieran recuperarse en el laboratorio de ciencia del colegio. Unas tortugas, que ya no tenían quien las cuidara, fueron las primeras asistentes de Mafer, en su anhelo por inculcar el amor hacia la vida natural. “Después de que una de las niñas sufrió una pérdida importante en su familia, se nos recomendó integrarla [sic] en otro tipo de actividades, así que me inventé que sería bueno para ella cuidar a las tortugas. Le di un cuaderno, para que anotara cómo se sentía, y tres veces por semana llegaba a ayudarme a cuidar a las tortugas”.
Esta actividad le ayudó a abrirse ante Mafer, a contar cómo se sentía por la pérdida de su madre y la manera en cómo veía el mundo. “Yo vi como a ella le pasaba algo positivo, cuidando a un ser vivo”, recuerda emocionada. Con el tiempo, otras niñas fueron apareciendo, lo que dio lugar a otro invento de Mafer, la “Guardería de vida”. En ella, cada niña elegía qué quería cuidar. Abejas, tortugas, mariposas, el huerto, lombricompost. “Me inventé otra boleta en donde les preguntaba qué sentían al cuidar una tortuga o una mariposa y qué habían aprendido”. Para su sorpresa, niñas desde los 6 hasta los 17 años, expresaban sentimientos de responsabilidad, equilibrio y respeto por la conservación.
Todo esto, también tuvo un impacto en la visión de la institución en cuanto a la conservación de la reserva natural que tenían a su cargo. Se unieron a la Asociación de Reservas Naturales de Guatemala (ARNG), lo que les permitió romper paradigmas en cuanto a los modelos de conservación existentes, tanto en el país centroamericano, como en toda Latinoamérica.
“Al principio nos vieron y dijeron que no, porque somos un colegio, y ellos buscaban bosques o áreas protegidas. Pero poco a poco fuimos mostrando todo lo que hacíamos, y seguro pensaron ‘puchis, estos sí que están conservando’, y nos seleccionaron para un proyecto”.
Agua para el planeta, un programa impulsado por The Nature Conservancy Guatemala, con el apoyo económico de una empresa multinacional, le permitió contar con monitoreos profesionales, para conocer qué tipos de vida estaban protegiendo. Con cámaras trampa y biólogos expertos, se determinó que en las poco más de 7 hectáreas de bosque, habitan 27 especies de árboles, tres especies de serpientes no venenosas, 25 especies de aves, y 7 especies de mamíferos medianos. “Las niñas se sienten orgullosas, porque dicen ‘en mi colegio se protege a la vida’”. Incluso los jardineros de la institución recibieron capacitación, y ahora son guardarrecursos de la reserva.
Aunque parece complicado, según Mafer, cualquier institución puede lograrlo, siempre y cuando “tenga como su filosofía el cuidado de la naturaleza, no desde las ciencias naturales, sino como misión de vida”, finaliza.
Pasadas las restricciones de viaje y confinamiento a consecuencia de la pandemia actual, imagina tus próximas vacaciones en una playa del Pacífico de Honduras, flanqueada por un frondoso bosque de manglar virgen, vida silvestre marina que se mueve entre los canales de agua dulce y el agua salada del océano Pacífico y un tour para ver aves playeras por varios sitios de producción artesanal de sal…
…sí, leíste bien. Porque en la Bahía de San Lorenzo, en la parte suroriental de Honduras, Julia Salazar, Licenciada en Turismo y miembro de una familia de salineros, vio en las aves que visitaban la salinera, un gancho para atraer gente y contar acerca del trabajo que su familia realiza. “Me sorprendía que nadie sabía nada acerca del proceso de la producción de sal, por lo que cree una página en Facebook, y poco a poco empezamos a tener visitantes, como grupos de estudiantes de escuelas, biólogos y observadores de aves”, cuenta.
Lo innovador de esta idea, provocó que su papá se opusiera a integrarla a su modelo de producción. “No le pareció atractiva para su salinera”. Para cambiar su opinión, le insistía para que le acompañara a ver las aves que había en el lugar, los huevos, los nidos, los polluelos. “El productor no tiene ningún conocimiento en absoluto sobre esto. Para ellos, conservación, turismo y producción de sal son conceptos que no tienen nada que ver uno con otro”, dice.
Gracias a la participación de la Red Hemisférica de Reservas Naturales para Aves Playeras (RHRAP), y estudios realizados en el Golfo de Fonseca, del que la Bahía San Lorenzo forma parte, junto con otras poblaciones de El Salvador y Nicaragua, se conoce que, en Centroamérica, hasta 14 especies diferentes de aves playeras migratorias hacen uso de las salineras y camaroneras como sitios de descanso, alimentación y reproducción. Se estima también que en la región hay 67,384 hectáreas concesionadas para la producción.
Julia, sabedora de que la prioridad de un productor será la ganancia económica, implementó prácticas de baja inversión, pero que generará un rédito lo suficientemente atractivo para que su papá se sumará a la idea. “Al ir viendo la cantidad de estudiantes que llegaba y el impacto económico que generaban, (mi papá) se fue sumando”. Pronto, las actividades turísticas llegaron a representar el 5% del presupuesto de la salinera.
Después de entusiasmar a su papá, Julia ahora se ha lanzado al objetivo de compartir estas buenas prácticas con otros productores hondureños y centroamericanos. Para lograrlo, se ha reunido con los salineros del Pacífico hondureño, para compartir sus anécdotas, observaciones y conocimientos, y mostrar que es una iniciativa que genera beneficios para ellos como productores.
“La idea es ser muy transparentes, explicarles el proceso. (Esto) es fundamental para que se sientan empoderados y se sientan parte de”, dice Julia. “En Centroamérica, y creo que en toda Latinoamérica, existe ese temor de que venga alguien extranjero y se lleve lo nuestro. Es por eso que es importante hablar con la gente y hacerla parte de las iniciativas”, contó.
De esta manera, no solo se consigue una mayor participación, sino que, además, se crean lazos entre los productores y la vida natural que hace uso de sus salineras. “No se puede crear una empatía de parte del productor con la conservación si no hay ese vínculo. Al hacerlos parte de estos procesos, en lo que invierten 5 o 10 minutos, se va creando ese amor por la naturaleza y lo que vive dentro de la salinera, algo que quizá nunca lo habían visto desde esa perspectiva”.
Según el modelo que ella plantea, los beneficios obtenidos mediante estas actividades ecoturísticas, se pueden invertir en la protección de los manglares, en la mejora de la infraestructura turística dentro de las salineras y en material didáctico para estudiantes. Incluso, ya se ha planteado la creación de una ruta turística relacionada con la sal. “Tenemos la ruta del café, la ruta del camarón, entonces (podríamos) crear una ruta de la sal con varios productores y así distribuir la cantidad de turistas, visitantes y estudiantes que recibamos, e ir creando un beneficio para toda la región de la zona sur”, comenta.
Otro de los beneficios en los que ya trabaja, con el apoyo de la RHRAP, es en la obtención de certificaciones, o sellos, que les permitiría acceder a mercados internacionales, interesados en el consumo de productos amigables con el medio ambiente.
En 2016, el Instituto de Turismo de Honduras lanzó la Estrategia Hondureña de Aviturismo 2016-2021, en la que se prioriza la promoción de diferentes zonas del país centroamericano, para la captación de turistas amantes de la observación de aves. Esta estrategia, sin embargo, no ha sido bien aprovechada, según Julia, ya que la gran mayoría de zonas protegidas y de interés, sobreviven con muy poca inversión del Estado.
La observación de aves es un nicho que crece rápidamente en el país centroamericano. La salinera de la familia Salazar, se ha convertido en un hotspot para investigadores y biólogos pajareros hondureños. El trabajo que Julia realiza llamó la atención de la RHRAP, y ahora ella forma parte del staff de esa ong internacional. “Personalmente es un logro, porque no tengo conocimiento científico. Yo inicié como productora, con la idea de hacer algo distinto en la salinera, y ahora, trabajando con estas instituciones internacionales, podremos tener la oportunidad de aprender sobre nuevas prácticas de conservación para aplicar en nuestras zonas de producción”, dice.
La RHRAP es una entidad internacional, cuya misión es la de fomentar la conservación a través de la declaración de zonas de importancia para las aves playeras migratorias en el continente americano. En Centroamérica hay dos sitios declarados, el Delta del Estero Real, en Nicaragua, y la Bahía de Panamá, en Panamá. “Estamos trabajando en declarar un sitio en Honduras, que es la reserva El Jicarito, como una zona dentro de esta red hemisférica. Para el país sería sumamente importante tener una zona declarada de importancia (porque) nos permitiría tener financiamiento para estudios y análisis de conservación”.
Para apoyar estos procesos, trabaja en un estudio del uso que las aves playeras dan a las salineras, los impactos, positivos y negativos que estos lugares tienen sobre la vida natural, y las prácticas que productores de otros países de la región centroamericana realizan.
“Al final, lo que deseo es que los productores de sal tengamos los recursos para poder invertir en la conservación”, finaliza.
Con más de 14 años trabajando con aves, Bianca Bosarreyes, bióloga y pajarera, supo desde su época de estudiante, que las aves eran su pasión. “Tener un ave en mis manos me hizo comprender de la importancia de conservar los hábitats, porque si esas áreas no están ahí, muchas aves van a morir”, recuerda.
Fue en Cerro San Gil, un área protegida en el nororiente de Guatemala, en donde se especializó en la anillación de aves, una técnica que se utiliza para obtener información relacionada con la migración, longevidad, mortalidad, datos poblacionales, comportamientos de alimentación y reproducción de las aves.
En sus inicios, sin embargo, Bianca únicamente pensaba en la conservación de la vida natural, sin considerar a las poblaciones humanas como parte de la solución. No fue sino hasta su trabajo de investigación en el Biotopo del Quetzal, una reserva natural estatal ubicada al norte del país, y santuario de vida del quetzal (Pharomachrus mocinno), cuando comprendió la importancia que las comunidades locales tienen en la conservación.
“Siempre estamos hasta arriba, pensando que tenemos la verdad absoluta”, reflexionó Bianca. Pero su experiencia estudiando al ave nacional de Guatemala, le ayudó, no solo a reforzar su pasión por las aves y la conservación, sino a entender que el planeta y la vida se puede preservar con la visión y participación de todos y todas.
Al inicio, recuerda, los comunitarios pensaban que “estaban matando quetzales”. Luego, comprendió que el diálogo era necesario para crear reglamentaciones integrales, con la visión de muchos sectores sociales. “Eso fue un gran cambio. Ellos nos dieron las pautas para saber qué es lo que teníamos que cambiar para proteger al quetzal. Eso me marcó”, afirmó.
El bienestar que conlleva ser parte de movimientos de cambio, cuyo fin es la preservación de la vida, es una cualidad que Bianca valora mucho como investigadora. Su acercamiento con la gente local, le da la oportunidad de tener acceso a información privilegiada, como nombres nativos de especies silvestres, uso ancestral de plantas y árboles, y técnicas de integración con el entorno. Como persona, la oportunidad de ampliar su círculo social y su visión del mundo. “Al principio cuesta, porque siempre ven extraño al que llega (de fuera), pero ya después las comunidades son más amables, ya te van apreciando un montón. Se vuelven tus amigos”.
A cambio, la idea es compartir con ellos el objetivo de las investigaciones y los esfuerzos de conservación, para darles conocimientos más precisos y estrategias integrales, de su patrimonio y su legado. Porque, según Bianca, no es el mismo impacto de un investigador que “solo vaya un ratito a trabajar” a que sea la misma gente local, la que participe en estas acciones, y se conviertan en multiplicadores del mensaje para motivar a “sus familias, sus vecinos y sus amigos, para que valoren y protejan lo que es suyo”.
Aunque la visión impositiva y colonialista está abandonando a los científicos e investigadores, por una más integral y armoniosa con lo local, no sucede lo mismo con el sistema económico y la industria, en donde los empresarios, a menudo personas sin ninguna conexión emocional con las áreas naturales, solamente ven el beneficio económico y las ganancias al final del curso,
“Para ellos, todo tiene un valor de dinero. A ellos les tenés que dar soluciones que no afecten el bolsillo. (Incluso) aunque ellos vean que es un cambio positivo, siempre será el dinero lo que más importa”, dice. Pero, por la misma visión integral de la conservación, la idea es también implementar soluciones que beneficie también a los empresarios y sus negocios.
En todo caso, como hace Julia en Honduras, los esfuerzos ahora van encaminados a que los productores también creen vínculos emocionales con la vida que hay dentro de sus zonas de producción, así como apelar al orgullo que conlleva que el público en general se interese por saber cómo se lleva a cabo la producción, ya sea de café, azúcar, sal, o lo que sea, tomando en consideración prácticas que no dañan al entorno natural.
El pasado 9 de junio, cerca de tres meses después del inicio del confinamiento, producto de la pandemia del COVID-19, Bianca, compartió en su página personal de Facebook, una publicación de la Asociación Hondureña de Ornitología, en la que invitaban a una charla telemática para conocer los logros de dicha asociación, durante sus 10 años de existencia.
Un mes después, publicó su alegría por estar en un proceso activo para la creación de una Asociación Guatemalteca de Ornitología. Bianca tiene la oportunidad de crear un espacio en el que se unificarán los esfuerzos e iniciativas por cuidar de las aves y educar a la población. “Esta asociación nos viene a abrir muchas puertas, porque tendríamos un soporte legal y jurídico que no teníamos antes. Hay muchos clubes de observación de aves que trabajan por su cuenta, pero les falta esa parte jurídica. Podríamos recibir donaciones y hacer campañas de reforestación, festivales y muchas cosas más”, dice
En ese sentido, el programa de los Proyectos Ecopedagógicos, liderado por Mafer Bracamonte y en los que Bianca colaboró con la identificación de las aves de la reserva del Colegio Monte María, sirve de inspiración para poder replicarlo en otras áreas de Guatemala. “Cuando vi lo que está haciendo Mafer, me pareció la cosa más genial que podemos hacer, porque muestra que podemos cambiar el chip a los niños y llevarlos a tener una relación con la naturaleza”, comentó.
La idea es llevar esta práctica a escuelas de áreas rurales, con programas de educación ambiental, de amor a la vida silvestre y lograr una visión de conservación y desarrollo desde pequeños, así como contar con un ente que sirva de apoyo y empuje para estas acciones, con una visión de unidad y una misión de protección del legado natural.
“Antes había un hermetismo muy extraño (en la investigación), porque la gente no contaba lo que estaba haciendo, en dónde estaba pajareando. Eso no es propicio para la conservación. Ahora, hay más apertura, hay más gente que se quiere meter a educación ambiental, que quieren saber qué hay que hacer para que ya no haya más pérdida de bosque. Ahora, hay un verdadero sentimiento de conservación”, finaliza.